Para poder hacer las paces con el pasado, no debemos mirar hacia otro lado. No podemos olvidar que sanar duele, pero solo de esa forma podremos pasar página y empezar de nuevo.
Sanar duele porque hay que tocar la herida, abrirla y permitirle que se cure, ahora sí, como debiera.
A veces, evitamos mirar todas esas partes no sanadas que están en nosotros. Las ignoramos como si de esa manera fuesen a desaparecer. Sin embargo, esto no es más que una ilusión.
Por mucho que no queramos tocar esa herida, seguirá ahí. El hecho de mirar para otro lado impedirá que pueda cicatrizar bien, que la cuidemos y que logre cerrarse.
Lo único que haremos será permitir que supure, que siga abierta y que nos continúe haciendo mucho daño.
Sanar duele, pero es un dolor necesario
Todos hemos pasado por algún momento de nuestra vida donde nos ha costado horrores superar una situación que nos ha afectado de alguna manera.
Las que nos causan un mayor dolor son aquellas que están relacionadas con los vínculos con las demás personas. Por ejemplo, una ruptura amorosa o la pérdida de un ser querido puede abrir una brecha en nosotros que provocará un inmenso dolor.
Pero, ¿cómo mantenemos esa herida abierta? ¿Cómo evitamos que se sane de manera natural al igual que una herida o un rasguño en la piel?
Lo hacemos a través de diferentes recursos que impiden que aceptemos la adversidad que nos ha asolado. Para ello, existen varias formas, las cuales te mostramos a continuación.
Caer en victimismos para buscar refugio en el dolor
Sanar duele muchísimo cuando intentamos buscar refugio en el dolor. Ya estamos dolidos, la lesión escuece, pero vamos hacia ella, nos regocijamos en nuestra desgracia y así evitamos que se cure.
Es fácil sentirse víctima de una situación. Frases como “¡qué mala suerte tengo!” o “¡por qué solo me pasarán cosas malas a mí!” están a la orden del día, así como diversas quejas sobre aspectos mundanos de nuestra vida.
No somos víctimas ni el mundo está en nuestra contra. Esto solo aviva el dolor de esa llaga que no sanará hasta que no aceptemos lo que ha pasado, porque por mucho que luchemos, nada cambiará.
Seguro que alguna vez has pasado por un mal momento y has escuchado consejos del tipo “¡sal con tus amigos!” o “no te quedes en casa rememorando lo sucedido, ¡distráete!”.
Esto puede ser positivo para evitar caer en el victimismo, pero no se puede llevar al extremo de girar la vista y hacer como si no hubiera nada. De hacerlo así, no estaremos aprendiendo nada.
Por mucho que cambiemos el foco al que estamos mirando, la lesión seguirá estando en el mismo sitio. Supurará de la misma forma y dolerá tanto o más que antes.
Nuestras experiencias tienen un gran valor. Por eso sanar duele, porque es a través del dolor cómo podemos aprender algo, crecer, progresar y madurar.
Aunque no nos lo creamos, cuando todo nos va bien no prestamos atención. Sin embargo, cuando las cosas se tuercen, entonces todo cambia.
¿Te has dado cuenta alguna vez de que, cuando estás con gripe y en la cama, valoras mucho el hecho de poder estar bien? Sin embargo, cuando estás bien no te das cuenta de esto y empiezas, de nuevo, a no valorarlo.
Esto demuestra lo mucho que podemos aprender, de lo que nos damos cuenta cuando el mundo parece estar en nuestra contra y todo se derrumba a nuestro alrededor.
A lo mejor es que tenemos que frenar, parar por un momento la forma de vida que estamos llevando para empezar a percatarnos de lo que realmente importa porque, en ocasiones, vivimos en piloto automático.
Sanar duele, pero las malas experiencias no son una desgracia. Podemos tomarlas como una oportunidad para valorar los buenos momentos y para percibir la belleza en las cosas más pequeñas y empezar a saborear, de verdad, la vida.
Crezcamos también gracias al dolor, no lo evitemos ni intentemos taparlo con distracciones. Está ahí por algo, para algo.
Abrazar nuestras heridas y prestarles atención nos permitirá sanarlas antes y así evitar revolcarnos en el sufrimiento y prolongar una agonía totalmente innecesaria.
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